Romper la red.
La puerta de calle se abrió y se cerró con un golpe seco. Manuel entró en la cocina y arrojó su camisa sobre una silla. Ella dio vuelta la cara, el olor a sudor le revolvió el estómago. Su sola presencia la intimidaba. Le temblaban las manos, se le cayó el repasador. Él se sentó, apoyó los pies sobre la mesa y pidió la comida.
La cara de Manuel era de piedra, las mandíbulas apretadas en un gesto huraño. Todo él amedrentaba, temía hasta respirar.
Soledad se frotó las manos con el repasador. Fue a la cocina.
Diez años que vivían juntos y los arranques de mal carácter de su compañero, los conocía muy bien. Estaba furioso.
Soledad vislumbró la borrasca que se avecinaba, como se huele la carne podrida desde lejos. Preparó la mesa. Le acercó el plato con el guiso de cordero. Manuel se sirvió vino y lo bajó de un trago. Ella fue hasta el fogón, puso a calentar el agua para prepararse unos mates.
A través de la ventana, el cielo poblado de nubarrones, anunciaba tormenta. La tierra reseca se elevaba, formando remolinos. La Pampa se extendía plana hasta el horizonte donde el verde amarillento y el negro del cielo se hacían uno.
Observó en un ángulo del techo, una araña que recorría pacientemente su red a la espera de su presa.
Manuel terminó de comer, se reclinó en la silla y siguió bebiendo.
—¿Qué paso con el dinero que guardé en el cajón de la cómoda? —preguntó.
—Te dije que desapareció cuando vino tu hermano Jacinto.
—Así. ¿Y con qué dinero mandaste a tu hija a Buenos Aires?
—Con lo que ahorré planchando en lo de doña Santana.
Él se puso de pie y caminó hacía ella. Se fue sacando el cinturón.
El cielo oscureció más aún. Los relámpagos zigzaguearon. Se escucharon los primeros truenos.
—Así que mi hermano...
Soledad retrocedió.
—Sabes que es un jugador empedernido –le dijo.
Manuel envolvió el cinturón en la mano. Lo hizo ondular en el aire y lo descargó sobre ella, una y otra vez, Soledad elevó los brazos intentando protegerse. Trastabilló. Se apoyó en la mesada de piedra donde un rato antes había cortado el cordero.
—¿Por qué la dejaste ir?
¡Ahí estaba el motivo de su enojo! Le había quitado su juguete.
Ese era el fuego interior que lo hacía estremecer de furia. Ella. Una pobre estúpida como él decía, lo había burlado.
—¿Por qué perra, por qué?
No supo de dónde le surgió el coraje de gritar. De escupirle en la cara lo que le revolvía las tripas.
—¡No quería que terminara siendo juguete de tus caprichos! ¡Te odio Manuel! No entendés que las dos te odiamos. Nina es una criatura. Le das repulsión. No es como las putas a las que estás acostumbrado —la voz se le suavizó— Ella es mi hija, lo único que amo.
Manuel descargaba golpes, la hebilla imprimía su marca y abría surcos en su blusa.
—¡Le das asco, repugnancia…!
Las palabras de Soledad lo cegaron en una rabia incontenible.
—¡Puta de mierda!
Manuel perdió el equilibrio. Y en ese segundo, en ese bendito segundo, ella giró los ojos y la vio: la cuchilla. La que había utilizado para el cordero. La tomó con las dos manos y lo embistió, igual que un toro salvaje. La pared lo sostuvo, el peso de Soledad cayó sobre él y el filo penetró hasta el mango.
—¡Hija de puta!
Arrancó el arma e intentó un segundo ataque, un golpe de Manuel la hizo caer.
La sangre escapaba, Manuel, trataba de contener lo imposible.
Él salió tambaleando. Soledad se levantó aturdida, fue tras él. Lo vio subir a la camioneta, que se perdió en la calle levantando un remolino de polvo. Quedó de pie, mirándolo, hasta que se perdió de su vista.
Las primeras gotas de lluvia le lavaron la cara.
Como una autómata, limpió la cocina, jabón y lavandina por la mesada, la cuchilla, fregó el piso; el patio y el corredor. La tierra cómplice, se tragó la lluvia y la sangre sin dejar rastros. Las gotas se multiplicaron y fueron chaparrón.
Se dejo caer en una silla, cerró los ojos, la cara de su hija bañada en lágrimas le llegó con claridad.
Aquella noche al regresar del trabajo, la encontró sentada en el piso de la cocina, con el camisón manchado de sangre. Nina: quince años. Sentada en el piso, y la cara hinchada por los golpes y el llanto.
—¿Qué paso?
—Fue Manuel. Yo no quería mamá, él me obligó.
El odio se le hizo carne.
No hizo la denuncia. ¿Para qué? En ese pueblo perdido todos eran iguales, bestias. Se protegían unos a otros. Lo tendrían unos días preso, luego volvería a la casa y todo seguiría igual que antes.
Ahora, Nina estaba en Buenos Aires. Fuera de peligro.
Anochecía cuando llegó el comisario. Hablaba tratando de explicarle algo que ella no entendía, la voz le llegaba lejana, desde otra realidad. Lo escuchó en silencio:
—Un paisano encontró la camioneta atravesada en el camino al pueblo. Señora Soledad… su marido estaba adentro… se desangró. Pensamos que puede ser una venganza. Vamos a investigar… no hay indicios. Tal vez intentaron robarle…
Ella no hablaba, sus ojos recorrían las paredes, cada rincón. En el techo, una mosca intentaba escapar de la trampa que tendió la araña. El comisario seguía expresando con las manos lo que no lograba en palabras:
—Usted sabe que Manuel era bravo. Se llevaba mal con todo el mundo, puede que alguien se haya cobrado alguna ofensa.
No pudo más, Soledad extendió los brazos sobre la mesa y se largó a llorar.
—Lo siento señora, está todo en manos del juez…cuando nos entreguen el cuerpo le avisamos.
La miraba con pena. Quedó a su lado escuchando sus sollozos. Cuando la notó serena, se fue.
Había dejado de llover. Una brisa fresca atravesó las cortinas. Cerró las ventanas. En el ángulo del techo, la araña subió en busca de su presa, la mosca había logrado liberarse.
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